martes, 7 de febrero de 2012

Breve anecdotario del cine y la pintura



 Jean Renoir, uno de los notables directores franceses, quien tuvo su mayor momento de brillo a finales de la década del treinta del siglo anterior, se había enamorado del cine a comienzos de los años veinte en plena época de ebullición de las vanguardias creativas de Europa.  Codirigió su primera película Una vida sin alegría con el experimentado Albert Dieudonne, con quien tuvo muchos problemas en el rodaje, tanto así que cada uno editó su propia película. Su segunda obra La chica del agua, la dirigió en solitario, sin llegar a tener éxito con el público.  A pesar de estas complicaciones, Jean Renoir se había obsesionado con llevar a la pantalla grande la novela Nana del escritor naturalista Émilé Zola, pero no tenía ningún franco para financiarla.  Así que tomó una de las decisiones más importantes de su vida y fue la de recurrir a la pintura para poder llevarla a cabo.  Pero no pintó ni un solo cuadro porque esa habilidad le pertenecía a su padre, Pierre Auguste Renoir, uno de los inmensos pintores del siglo XIX.  Lo que sí tenía en su poder eran varios lienzos de su padre y los vendió a buen precio para financiar el rodaje de Nana.  Desde ahí en adelante empezó a convertirse en uno de los mejores directores del país que se inventó y se reinventa constantemente el cine.  La pintura salvó a Renoir.  La pintura salvó una de las carreras más importantes del cine. El arte salvando el arte.
El cine ha necesitado siempre de la pintura.  Las técnicas usadas por los pintores fueron utilizadas primero para desarrollar la fotografía y posteriormente en los inicios del cine.  En los años veinte, las vanguardias artísticas cinematográficas como el impresionismo francés, el expresionismo alemán y el surrealismo, hicieron más evidente ese vínculo cuando al otro lado del Atlántico, Hollywood estaba en su apogeo comercial desgastando el cine a un proceso meramente comercial y superfluo.  En 1928 Luis Buñuel, entra al cerrado círculo de pintores y poetas surrealistas de París, al hacer el primer cortometraje surrealista que co escribe con Salvador Dalí, pero que él dirige y edita.   Nadie se esperaba eso, ni siquiera los propios surrealistas.  La historia del cine dio un punto de giro. La pintura estaba con sus trazos liberados detrás del cortometraje.  Luego Buñuel y Dalí se empezaron a odiar por el rodaje de La edad de oro en 1930. Dalí no estuvo en el rodaje al desaparecerse con Gala, su novia rusa.  Luego se odiaron a muerte. Parecía un capítulo final entre pintores y directores de cine.
Pero luego otro de los maestros regresa a Hollywood con una idea bastante innovadora: hacer la primera película de psicoanálisis de la historia del cine.  Era Alfred Hitchcock quien en 1944 le pide al productor “todopoderoso” David O. Selznick que quiere hacer una secuencia de sueños distinta a los mostrados  hasta el momento, a los que él llamaba como “casi siempre brumosos y confusos, con la pantalla que tiembla”.  Le pide que contacte a Salvador Dalí quien está en el pináculo de su carrera.  Para Selznick es publicidad, para Hitchcock es ruptura.  Dalí va más allá de los límites y del presupuesto. Hitchcock debe recortar gran parte de la secuencia a su mínima expresión. Lo mejor de los sueños son las formas, las sombras y las deformaciones. La frustración: la corta duración de la secuencia que trataba de revelar lo que pasaba en la cabeza del Doctor Ballantyne (Gregory Peck).
El cine no solo ha tomado de la pintura los encuadres, la puesta en escena, los colores, la iluminación y la perspectiva entre otras influencias, sino también la vida y obra de los pintores.  Muchas carreras han sido llevadas al cine para contar sus biografías en obras donde priman la construcción de sus personajes con perfiles basados en las obsesiones, debilidades, virtudes y excentricidades de los artistas. La lista de los autores que han pasado por la pantalla gigante es extensa, e incluye recordadas interpretaciones de pintores hechas por Hollywood, empezando por  Van Gogh por Kirk Douglas, Miguel Angel por Charlton Heston, Toulouse Lautrec por José Ferrer y El Greco por Mel Ferrer.  En Inglaterra se revivió a Rembrandt representado por Charles Laughton, a Caravaggio por Nigel Terry, a Picasso por Anthony Hopkins y a Johannes Vermeer por Colin Firth.  En España se recordará a un agotado Francisco de Goya en su etapa final cargado a cuestas por la sobresaliente interpretación de Paco Rabal. Y en el cine independiente de Estados Unidos se recordó a Jackson Pollock interpretado y autodirigido por Ed Harris, solo por nombrar los más destacados.  También han estado pintoras como Dora Carrington recreada por Emma Thompson y  Frida Kahlo por Salma Hayek.
En esta lista hay que incluir al pintor afroamericano más famoso, Jean Baptiste Basquiat, en una interpretación de alta apreciación que hizo Jeffrey Wright. Incluso el propio director Martin Scorsese no aguantó las ganas de interpretar a Van Gogh en uno de Los Sueños de Akira Kurosawa.  Una carambola que incluyo al pintor holandés, el maestro japonés y al frenético norteamericano en una misma obra.  No se pudieron resistir a cortar la oreja.
Pero no se quedan atrás directores quienes eran pintores antes de llegar al cine, como lo fueron Fritz Lang el autor inmortalizado por dirigir Metrópolis en 1927 y  el camorrero John Huston, quien se deleitó con la puesta en escena de Moulin Rouge en 1952 contando la vida de Toulouse Lautrec, con una influencia en el color fotográfico de la película inspirada en los pintores impresionistas.
Pero la conjunción de pintura y cine también ha cerrado puertas en festivales, con polémicas diplomáticas incluidas. Así le sucedió al poeta visual Andrei Tarkovski quien también había tenido una formación pictórica.  Por varios años, su obra fue perseguida por el totalitarismo del partido comunista soviético cuando en 1966 recreó la vida de Andrei Rublev, el más fanático e importante pintor ruso de íconos de la iglesia ortodoxa.  Su obra fue retirada de Cannes por orden extrema de Moscú y guardada por varios años.
Otro caso interesante es el de Takeshi Kitano. Este director japonés, bastante narcisista y egocéntrico, tuvo una educación rodeada de mucho arte, pero el sostenimiento de su familia en Tokyo dependió del oficio de pintar casas.  Por eso reconoce que su mayor influencia pictórica ha sido su padre, un pintor de “brocha gorda”.   Además de sus 17 películas, ha expuesto sus pinturas, llegando a hacerlo en París. Claro que las puertas de las galerías se abrieron con facilidad por su fama en el cine. En dos de sus películas, los personajes escritos por él,  están ligados a la pintura.  En la laureada Flores de fuego, su protagonista, un policía renegado se refugia en la pintura. Años más tarde en Aquiles y la Tortuga el personaje principal, que el mismo da vida como actor, es un pintor con mucha voluntad pero escaso talento. En su obra maestra Dolls la fotografía muestra las influencias heredadas del trabajo en el lienzo.
Y llegamos ahora al precipicio donde se ubican los directores más radicales que han tenido una formación como pintores.  La larga espera por una nueva película del norteamericano David Lynch se ve recompensada por sus laberínticas obras en donde predomina un universo orínico donde estiliza los colores y también las actuaciones. Después de realizar obras como Lost Highway y Mulholland Drive, podía creerse que Lynch se haría más descifrable al tener mayor edad, pero con Inland Empire demostró que sus pinturas visuales le exigen más a un público que está acostumbrado a los guiones que explican la obra.  También en Estados Unidos, Julian Schnabel primero fue pintor que director de cine.  Furibundo creyente del neoexpresionismo, sus agresivas obras estaban acompañadas de una puesta en escena que se salían del marco del cuadro. Cuando definitivamente dio el paso de artista plástico a director de cine, escribió también los guiones de sus películas Basquiat y Antes que anochezca. Aunque no escribió La escafandra y la mariposa, su película más famosa, gana con esta el premio al mejor director en el festival de Cannes. David Lynch también ganó este premio por Mulholland Drive. La última película de Schnabel, Miral, es una obra con mayor contenido político con un llamado a la igualdad de derechos del pueblo palestino. Más edad, más radicalidad.
Y finalmente para cerrar este pequeño inventario, el último director y pintor por citar, es el galés Peter Greenaway uno de los autores que más ha integrado la pintura a sus películas. Inolvidable es El Libro de Próspero narrada con una serie de planos secuencia que tenían toda la puesta en escena de pinturas en movimiento. John Gielgud – uno de los merecidos Sir de la corona inglesa – era su protagonista, quien presenciaba lentamente junto a un travelling continuo de la cámara, un delirante derroche de actores desnudos, sonidos, iluminación claroscura y decorados, con la música de Michael Nyman como cómplice de este universo desatado de Greenaway.  Era un homenaje a la obra La Tempestad de Shakespeare y el galés desató precisamente una tormenta para que el espectador se estremeciera.  Greenaway busca más pureza en el cine y menos dependencia de la narración.  Es un pintor suelto en el mundo del cine, un pintor inconforme con el cine, con el absolutismo de los productores. Y ha dejado un regalo para el mundo, que son sus instalaciones multimediales en las cuales con la mejor definición de video y 3D, reconstruyó la creación de obras patrimoniales de la humanidad como La última cena de Da Vinci.  Greenaway ha usado los recursos del cine para que el mundo se enamore de la pintura, recreando como estas fueron hechas.  Pintura y cine, una relación enfermiza y febril, por fortuna. La pintura vuelve a atraer al cine al territorio del arte que por estas épocas pareciera perdido en manos de los mercaderes.

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